Ángeles Goyanes

Inicio Libros Textos Blog Contacto

 

Lo que puede la ciencia

Tradición

A. Gil Sanz

El Salmantino (1843): 79

Mar insondable son los deseos del hombre. Su alma, creada por el soplo del Altísimo, encarcelada como a pesar suyo en el cuerpo, forcejea por lanzarse fuera de aquella estrecha vivienda y poder contemplar la esencia de las cosas sin que tengan que pasar por el turbio y falaz prisma de los sentidos; su afán de saber no tiene límites; no teme traspasar la valla que cierra el terreno vedado; y en el desvanecimiento de su orgullo no hay misterios que respete en la divina ni en la humana naturaleza. ¡Ay! Qué pronta ha recibido el castigo de esta pasión inmoderada; la ciencia ha despedazado al hombre, y ha marchitado su corazón con el amargo riego de la incredulidad o de la duda

En uno de los siglos que podemos llamar la infancia de la Europa moderna, época que se distingue por una supersticiosa curiosidad, época que en el día se halla cubierta de espesa niebla a cuyo través los objetos reciben a nuestros ojos formas gigantescas, vivía abstraído del mundo y encerrado en sus meditaciones un sabio de esos que las modernas leyendas suelen pintarnos más relacionados con agentes invisibles que con humanas criaturas. Con insaciable ardor había devorado todos los ramos del saber sin que llenar pudiese aquel vacío que desgarraba su alma y que los estudios iban por el contrario ensanchando cada día. ¡Cuántas veces al contemplar la carrera de los astros, antorchas brillantes de la creación encendidas por la sola palabra de Dios, se entregaba a una desesperación sombría, no pudiendo comprender su origen, ni adivinar siquiera una pequeña parte de los secretos que encierran! Cediendo a veces a los impulsos de la fe y al convencimiento del corazón, leía el nombre de Dios escrito en la brillante página del firmamento, y otras la razón rebelde y presuntuosa le preguntaba quién era y dónde residía el Hacedor del mundo. Descarriado al fin su entendimiento, tomó el empeño de parodiar el poder de Dios, y cual otro Prometeo quiso arrancar al cielo el fuego de la vida. Empero no trató él de dar animación al mármol, quiso crear al hombre formándole primero un cuerpo de miembros robados a otros. Escogiólos, pues, cual convenía a sus intentos de producir una obra maestra, y ayudado sin duda de algún poder mágico logró al fin encadenarlos de manera que constituyesen un hambre. Pero no era aquello en realidad un hombre, era un cuerpo inerte, privado de vida, y no ocupado por el alma, oculta y desconocida directora de la humana máquina; nada pues había hecho la ciencia; donde quiera que se revolvía encontraba aquellos términos que servían de insuperable dique al tempestuoso mar de sus deseos. Allí debiera detenerse; pero el sabio se obstinaba en luchar contra su pequeñez, y en vano algunas veces resonaba en el interior de su alma una voz que le advertía la inutilidad de su faena, y el triste galardón que le aguardaba.

Encerrado continuamente en su laboratorio se le arrugaba la frente, se le debilitaba el corazón y se le consumía la resistencia. Un día, por fin, que con el rostro apoyado sobre las manos contemplaba su obra, evocando sobre ella el poder que da la vida, sintió pasar ante su vista una pavorosa escena: por los miembros de aquel cuerpo tendido a su presencia corrió un temblor nervioso como si estuviesen agitados por la fuerza galvánica, los ojos de aquel rostro se entreabrieron, un resplandor fosfórico partió de ellos, y el cadáver se levantó ya con vida. La ciencia ha triunfado; ¿Mas por qué el artífice que a precio de tanta fatiga ha producido la obra retrocede horrorizado, crispados los nervios, erizado el cabello, y latiéndole el corazón con desusada violencia? El nuevo ente que su saber ha creado se adelanta hacia él, y a cada paso que da se hiela de pavor la sangre del sabio; aquellos labios hasta entonces mudos se entreabren y pronuncian palabras que le desgarran el corazón a pesar de que no las comprende, siente rodear su cuello unos brazos de hierro, y cuando aquellos brazos le soltaron el sabio cayó sin vida sobre el pavimento.

NO sabemos qué se hizo después aquel monstruoso engendro; Cuéntase, sin embargo, que salió a correr la tierra castigando los proyectos insensatos del saber humano con la duda y la incredulidad que matean el corazón.

 
 

 

 

Ángeles Goyanes

http://www.angelesgoyanes.com