Fragmento

La Concubina del Diablo

Fragmento de la Primera Parte

(…)

–1212 fue el año en que todo empezó. Vivíamos en el Languedoc. Francia, en un lugar a medio camino entre Narbonne y Béziers.

–Perdone –la interrumpió el sacerdote con timidez, pero en voz suficientemente alta como para llamar su atención–. ¿Qué fecha ha dicho? –preguntó, cuando  ella se volvió para mirarle, inquisitiva y molesta por la interrupción–. He creído entender 1212 –dijo, con una sonrisilla que se burlaba de su propia torpeza.

–Ésa es exactamente la que he dicho –respondió ella hoscamente–. Tómeme por loca o mentirosa si quiere, pero, por favor, no vuelva a interrumpirme. –Y clavó su mirada en la de él hasta que le vio asentir levemente. Luego, volviendo otra vez su rostro hacia la ventana, continuó su relato–. Aunque nadie nos hubiera llamado otra cosa que campesinos, mi padre había sabido aprovechar a nuestro favor la introducción de la moneda en el campo, a la que otros de nuestra misma condición, e incluso grandes señores, no habían conseguido adaptarse. Contábamos con la ayuda de monsieur de Saint–Ange, un gran feudatario pariente lejano de Felipe II y amigo de la infancia de mi padre, a quien no sólo había facilitado la propiedad de las tierras que trabajaba, sino a quien, además, había guiado con sus conocimientos y sagaz instinto para los negocios durante los últimos y cambiantes años. A instancias suyas, mi padre se había convertido en prestamista de los campesinos con menores recursos. Él les facilitaba las monedas,  súbitamente imprescindibles para la compra de semillas, animales y aperos de labranza, y ellos le entregaban sus tierras como garantía de unos préstamos que nunca conseguirían devolver. Esto era, en realidad, una práctica muy frecuente.

»De este modo, en poco tiempo nos hicimos propietarios de un extenso lote de tierras, espoleados tanto por la incapacidad de los demás para adaptarse a los nuevos tiempos como por la bondad de Monsieur de Saint–Ange, quien, en numerosas ocasiones, nos prestó sin cargo las monedas necesarias para negociar.

»Ese año, Geniez, el hijo de Monsieur de Saint–Ange, acababa de terminar sus estudios en la escuela catedralicia de Reims. Tenía quince años, la misma edad que yo, y era mi gran amigo. Su padre pensaba enviarlo a Montpellier al curso siguiente. Decía que había mostrado inclinación a la ciencia desde que era un niño, y que allí se concentraban las mejores escuelas de medicina del mundo occidental.

»Cuando regresó de Reims, casi no le reconocí. Su universo parecía limitarse  al obsesivo fervor místico que le había sido inculcado durante sus estudios en la escuela catedralicia, y a su también enfermiza admiración por su hermano Paul, quien se había convertido en un famoso héroe de la cruzada contra Constantinopla.

»A menudo disertaba conmigo durante horas, haciendo alarde de aquella maravillosa dialéctica que había tenido la oportunidad de aprender y que ahora dominaba, convenciéndome de la necesidad de continuar la lucha contra la herejía antes de que todos pereciésemos aplastados bajo su peso.

»Aunque existían diferentes movimientos reformistas en el seno de la Iglesia, era el catarismo, que había nacido en Albi, muy cerca de nosotros, la herejía por antonomasia, la que había arraigado fuertemente entre las clases populares del Languedoc gracias a sus promesas de igualitarismo y tolerancia respecto al cumplimiento de los preceptos.

»Se puede decir que, a pesar del poco entusiasmo que yo mostraba por la religión, había llegado a resultarme atractiva y misteriosa aquella visión que propugnaba de un mundo concebido como un eterno enfrentamiento entre dos principios igualmente poderosos, el bien y el mal. Geniez me lo recriminaba continuamente. Pero su padre, sin embargo, no sólo era tolerante con la innovación religiosa, sino que más de una vez convirtió el castillo de Saint–Ange en lugar de predicación de los prefectos del catarismo.

»Mi padre temía por él, pues ya hacía tiempo que Roma había tomado las armas, alarmada ante la expansión de la herejía. Un ejército internacional de cruzados había caído sobre el Languedoc, y tras el incendio de Béziers la situación se había convertido en una auténtica guerra. Todos sabíamos que no tardarían en tomar Provenza.

»Pero Monsieur de Saint–Ange era obstinado. No porque, en realidad, le importase un comino el erigirse en valedor de la doctrina albigense, sino, más bien, porque no estaba dispuesto a consentir ningún atentado contra su propia libertad, contra su derecho a expresar sus ideales o a compartirlos con los campesinos, con quienes, a menudo, se le podía ver confrontando opiniones de igual a  igual, tras haber escuchado al prefecto o a alguno de los profesores a quienes hacía venir desde París para explicarnos los nuevos avances científicos o las nuevas tendencias filosófico–culturales. Quizá pensaba que su parentesco con Felipe II le dotaba de cierta protección, de cierta inmunidad ante las hordas católicas. En cierto modo es posible que así fuera, puesto que hubieron de pasar tres años desde la toma de Béziers hasta la noche de la tragedia.

»La recuerdo perfectamente. Geniez me había rogado que le acompañara al sermón antiherético que se había instaurado la costumbre de celebrar semanalmente en el cementerio o en el atrio de la iglesia. Aunque en absoluto me interesaba y ya había asistido aquella mañana a la obligada misa diaria, acudí por el placer de estar en su compañía.

»Aquella noche el sermón tuvo lugar en el cementerio. Aún puedo ver los esfuerzos del enjuto predicador intentando volver al redil a las ovejas descarriadas mediante un discurso enardecido y terrorífico: el dragón cayendo sobre nosotros, el lago de azufre y fuego abriéndose para devorarnos, los diablos arrancándonos pedazos de carne con sus enormes tenazas… Y todo esto, ¡sólo por leer las Sagradas Escrituras en provenzal o por no venerar a los santos!

»Hacía frío cuando regresábamos al castillo, donde mi familia y yo habíamos sido invitados a cenar por monsieur de Saint–Ange. Llegábamos tarde. Yo caminaba deprisa y en silencio, sobrecogida todavía por las horribles imágenes sugeridas en el sermón. Geniez, por el contrario, no paraba de hablar excitadamente, mostrando su admiración por el predicador y su deseo de subir él mismo al púlpito un día a arengar a los fieles.

»Tardamos más de veinte minutos desde que dejamos el cementerio hasta que las tenues luces del castillo se hicieron visibles. Se oían extraños ruidos y voces lejanas que parecían provenir de él. Los sonidos se hacían más audibles y las luces parecían titilar, sacudiéndose nerviosamente, según nos acercábamos. Geniez seguía ajeno al mundo, absorto en un insoportable discurso que en aquel momento me aturdía y disgustaba. Traté de hacerle ver mis temores,  pero no me escuchó. Cuando estuvimos lo bastante cerca, los sonidos comenzaron a hacerse reconocibles. Objetos arrojados con violencia estrellándose contra el suelo o las paredes, hombres gritando presas de un paroxismo colérico. Nos detuvimos en seco, tratando de vislumbrar algún movimiento en el interior del castillo. (…)

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