Los Hijos del Ángel – Primer capítulo

– 1 –

 

… Y yo, yo tomé de los dos el menos trillado

 

–¡En este colegio tenemos unas normas, señor Suarez! –bramó el profesor.

Espatarrado en su pupitre de la última fila del aula, el señor Suarez paseó una mirada de asqueado hartazgo entre los alumnos, que fue finalmente a fijarse, desafiante, en el rostro adusto del profesor.

–¿Quiere hacer el favor de sentarse como es debido, o he de enviarle de nuevo al despacho del director?

El señor Suarez, a quien su madre y algunas chicas llamaban Rick, se mordió los labios en un gesto de resignación y se incorporó en su silla.

El alto y robusto profesor permaneció erguido frente a él, contemplando con notorio disgusto la franja morada que, desde la frente a la nuca, atravesaba el cabello rubio oscuro del chico. Rick le devolvió una mirada adornada por una sonrisa insolente.

–No sólo es usted un alumno mediocre, sino también sucio y maleducado. A menos que se corrija desde ahora, le auguro un pésimo futuro. Y si vuelve a presentarse en mi clase con aspecto de payaso le expulsaré de inmediato. Queda advertido.

La rígida faz de ojos oscuros apenas se alteraba ya ante ninguna provocación. El insólito bigote, cuyos largos extremos se curvaban hacia arriba, estaba encanecido, al igual que el escaso cabello, y en ello estaba convencido de que no tenían poco que ver estúpidos jovenzuelos como aquél, cuya misión en la vida no parecía ser otra que hacer perder el tiempo a los demás entorpeciendo el ritmo académico. Otros profesores se achantaban ante ellos y perecían víctimas de un sistema que prima los derechos de los gamberros sobre los de quienes dedican su vida a la educación, pero él no, y los chicos como ése lo sabrían. Dio la vuelta y cruzó el aula hasta el estrado, seguido por la mirada amarga, dolida y levemente iracunda del aludido.

Los compañeros, que habían encontrado en la escena unos momentos de relax y escape ante la amenaza de ser llamados a la pizarra, fueron volviéndose perezosamente y Rick dejó de sentir el peso de todas las miradas sobre él.

–No le hagas caso –susurró Ruth, la muchacha que se sentaba a su lado–. Es un imbécil. La tiene tomada contigo.

Él se encogió de hombros.

–Que le den –musitó.

La joven inclinó la cabeza sobre los apuntes y se mesó el cabello. Buscaba las palabras.

Él la miró de reojo por un instante. Era maja. Hasta la encontraba mona, aunque como muchas otras. Nada especial.

En la clase reinaba un silencio absoluto. En lo alto de la tarima, de pie junto a una inacabable ecuación que había escrito en la pizarra, la vista aguda del profesor sobrevolaba el aula en busca de una víctima. Las cabezas de todos se agachaban como avestruces, fingiéndose inmersas en los libros, conteniendo la respiración a fin de no hacerse notar, mientras rezaban por no ser los escogidos.

Ruth también se hallaba nerviosa, pero no era debido a la ecuación. Rick le gustaba y, consciente de que él no estaba lo bastante interesado como para dar el primer paso, planeaba la forma de proponerle una cita.

El desdichado fue finalmente elegido y las cabezas se elevaron, los músculos se relajaron y los pulmones se llenaron de nuevo.

–¿Vienes luego a los billares? –Ruth lo soltó lo más rápido y desenfadadamente que pudo–. Vamos todos.

Él la contempló con algo de sorpresa. “Todos” no era nadie que a él pudiese interesarle.

–No me gusta jugar al billar –le respondió.

–Ah –murmuró ella, dirigiendo la mirada hacia sus apuntes. Llevó la mano a su nuca y, con un gesto rápido, impulsó hacia delante su larga trenza dorada.

–¿Y al cine? –volvió a preguntar, mientras calmaba los nervios jugueteando con ella.

Él hizo un mohín que implicaba que la desaprobación no era absoluta.

–¿Quiénes vais? –preguntó.

–No… –musitó ella ruborizándose–. Me refiero a… tú y yo…

Rick la miró y la encontró nerviosa, casi asustada. Sonrió sin poder evitarlo. No es que la considerase tan inadmisible como a las demás. Era inteligente, buena amiga, audaz y resuelta, pero sin ese dinamismo hiperactivo de las tontas, y probablemente capaz de pasar unas horas a solas con otra persona sin caer en embarazosos momentos de aburrimiento.

–Pues… –empezó a contestar.

–¡Señor Suarez! –el rugido del profesor hizo saltar en sus asientos a varios alumnos y, desde luego, a Rick–. ¿Considera que no ha tenido suficiente protagonismo por hoy, que no ha robado suficiente tiempo a los alumnos de esta clase que aún tiene que continuar privando del derecho a la educación a su compañera de pupitre?

Ruth, de inmediato, inició la defensa de su compañero.

–Ha sido culpa mía, señor Tejerina. Últimamente no veo bien de lejos y no entendía lo que ha escrito usted en la pizarra.

El profesor observó atentamente a Ruth con indisimulado recelo y una respuesta insultante lamiéndole los labios. Indudablemente los atractivos del chico la estaban induciendo a mentir, pero no había forma de asegurarse y Ruth era una de sus más brillantes alumnas.

–Una sola palabra más y los expulsaré a ambos –se contentó con amenazar.

En aquel momento, unos golpes en la puerta dieron paso a un joven de un curso superior.

–Buenas tardes, señor Tejerina. El director quiere ver a Ricardo Suarez en su despacho

–¿Ahora?

–Sí, señor.

El profesor se volvió a Rick traspasándole con una mirada sardónica.

–¿Qué ha hecho esta vez, Suarez? –le preguntó sin disimular su satisfacción ante la nueva humillación que afrontaba su alumno–. Ya lo ha oído. Al despacho del director, de inmediato.

Rick permaneció inmóvil un instante, sorprendido, por primera vez en su ajetreada trayectoria académica, de verse llamado a presencia del director. No había hecho nada que lo justificase, ni siquiera a ojos de aquellos dictadores. Abandonó su pupitre y recorrió el estrecho pasillo, nuevamente observado por todos.

El profesor le dirigió una última mirada, descaradamente burlona.

–¡No tenga prisa! –le dijo, mientras la puerta se cerraba tras él.

Ruth, que había visto brutalmente interrumpido su escarceo amoroso justo en el momento en que Rick la estaba contestando, lanzó un descorazonado suspiro. ¡Con el esfuerzo que le había costado y lo cerca que había estado! No podía volver a pedírselo. Si él no retomaba la conversación, sería, obviamente, porque no estaba interesado en la oferta.

En su pupitre, Rick había dejado abierto el libro de matemáticas y un cuaderno sobre el que había garabateado un montón de signos geométricos en torno al problema de la pizarra. Ruth los apartó sigilosamente hasta dejar visible el texto que su amigo había grabado sobre la madera con el punzón de trabajar estaño. Le gustaba leerlo, pues delataba la auténtica forma de ser de Rick y lo mucho que tenían en común. Se basaba en un poema de Frost, y decía: “Dos caminos se bifurcaron en un bosque amarillo, y yo, yo tomé de los dos el menos trillado.”

Rick recorrió el largo trayecto hasta la otra ala del edificio, hastiado de su vida de colegial. Nada de lo que el director fuese a decirle le inquietaba en lo más mínimo. Al fin y al cabo, ¿de qué podía quejársele esta vez? ¿De su pelo? ¿De su disidencia en la clase de religión? ¿De sus ausencias y su falta de atención? ¿De su desinterés por las actividades en grupo? Nada nuevo.

Llamó a la puerta, sorprendido por la voz femenina que surgía del interior. Por lo visto, el director no estaba solo. Al abrir apareció el familiar despacho ante él, pequeño, austero. Todo él líneas rectas y colores neutros que a Rick le producían una impresión fría y desagradable. Miró al director inquisitivamente desde el umbral.

–Adelante, Suarez.

La mujer era joven e iba bien arreglada. Vestía un traje de chaqueta de color rosa y se adornaba con una profusión de oro. A Rick le saltó a la vista un exceso de maquillaje que incluso podía olerse. No le gustaban tales máscaras. Ella se puso en pie, mirándole sonriente y complacida, y le ofreció su mano.

–Hola, Rick. Soy la doctora Suances. Amelia Suances –se presentó. Tenía una voz suave y amable.

–Suarez, tome asiento, por favor. La doctora Suances ha venido expresamente a verle a usted. ¿Adivina porqué?

El director le contempló serenamente, sentado al otro lado de la mesa. Era de baja estatura, regordete, de carácter generalmente templado.

–No tengo ni idea –le contestó Rick con un mohín irónico. ¿Sería posible que le hubiesen mandado una psicóloga de ésas que se ocupan de los chicos “especiales”, de los casos perdidos?

–¿Recuerda los tests de inteligencia que les realizaron hace un par de meses? Yo sí. Eran optativos, fuera del horario escolar, y usted dio la nota, como acostumbra, negándose a hacerlos. Pero, por suerte para usted, los autocares se retrasaron a causa de la nevada y finalmente accedió a realizar el test para matar el tiempo.

–Lo recuerdo. No como usted lo ha explicado, pero lo recuerdo.

–Muy bien, pues parece que sus resultados fueron dignos de un genio, Suarez, completamente fuera de lo normal.

Rick le escrutó atentamente y después a la mujer, que continuaba observándole sin dejar de sonreír.

–No puede estar hablando en serio –dijo el joven, dirigiéndose a la doctora–. Sólo eran unos pasatiempos sencillos.

–¿De verdad te lo pareció así? –preguntó ella maravillada–. Obtuviste sesenta puntos más que el compañero que quedó en segundo lugar, y aun así su puntuación ya fue espectacular, Rick.

Él la contempló durante unos momentos y luego lanzó una breve risotada irónica.

–Supongo que ya estará al tanto de que mi sensacional coeficiente intelectual me consiguió tres suspensos la evaluación pasada.

La doctora agitó la cabeza.

–Es algo común entre los jóvenes superdotados el bajo rendimiento escolar, debido a la falta de estímulos adecuados a su talento. Las explicaciones mil veces repetidas, los parones y retrasos producidos por la lentitud de los otros alumnos hacen que te aburras, que pierdas la concentración y el interés por las clases. Probablemente te entretengas durante ese tiempo con tu propia imaginación, creando historias, aislándote en mundos inventados. También es probable que las aptitudes sociales no sean tu fuerte. No encuentras mucho en común con tus compañeros, no te divierte lo mismo que a ellos, ni siquiera son capaces de comunicarse a tu mismo nivel. Cuando estás en su compañía debes esforzarte por ceñirte a su argot y al mínimo léxico de que hacen uso. Nada a tu alrededor es precisamente una fuente de estímulos, y es por eso por lo que estoy aquí, Rick, para ayudarte a llegar al límite de tu potencial, poniendo a tu alcance los medios adecuados.

Era difícil saber lo que pasaba por la cabeza de Rick en aquel momento. La miraba sin manifestar asentimiento ni negación, confusión o sorpresa.

El director decidió romper el silencio.

–¿La rebeldía y el gamberrismo también forman parte del cuadro, doctora? –ironizó.

–¡Yo no soy ningún gamberro! –Le increpó el chico al instante.

La furiosa queja desconcertó al director por unos segundos.

–Suarez, no le consiento que emplee conmigo ese tono. Discúlpese de inmediato.

–No tengo porqué; es usted quien me ha insultado. Puede llamarme insolente, puede decirme que respondo a los profesores y que no soy fácil de conducir por su maldito carril de borregos, pero no soy ningún gamberro y no pienso quedarme callado como si lo admitiese.

En deferencia a la doctora, que comenzaba a manifestar cierto embarazo, el director se impuso templanza. Después de todo, no tenía pruebas en contra de lo que el chico decía.

La doctora decidió intervenir.

–Disculpe, señor director. Me gustaría mantener una pequeña charla informal con Rick y creo que no es necesario que le importunemos más. Lo cierto es que ya tengo muy poco tiempo, y, aprovechando el día soleado y el bonito jardín de su colegio, estaba pensando que podríamos dar un paseo, si a Rick y a usted les parece bien.

Al director le pareció inteligente por parte de la doctora, pues en medio de la tensión que se había creado le sería imposible sacar nada en claro del chico. Por su parte, él estaría encantado de perderle de vista cuanto antes. Si la intención de la doctora era sacarlo de su colegio para siempre, no sería él quien le pusiese dificultades.

Pocos minutos después, Rick y la mujer caminaban sobre el césped bajo el cálido sol de mayo.

–Ahora que estamos solos puedes ser franco conmigo, Rick. ¿Qué te parece la idea de recibir educación junto a otras personas a tu nivel? Se acabaría el disimular tu inteligencia, el sentirte al margen de todo y de todos. Serías tratado como un adulto. Encontraríamos tus áreas de mayor talento y nos enfocaríamos en ellas. Vivirías en un entorno que se adapta a ti, y no al contrario, como hasta ahora.

Rick se rió.

–Una forma distinta de marginación. Un gueto para genios.

– Cuando salieras de eso que tú llamas gueto te esperaría un mundo de infinitas posibilidades. Mi oferta es lo mejor que puedes esperar de una sociedad enfocada a la producción de peones, que margina y pisotea a quienes podrían convertirse en líderes que cambiasen el estado de cosas. Quieren que seas un inadaptado durante el resto de tu vida. Que vivas asustado, solo, silencioso, conforme con tus dosis de pan y circo.  ¿Es eso lo que tú quieres? ¿Conformismo, pan y circo, como todos ellos?

Rick cruzó los brazos sobre su pecho mientras andaban con lentitud.

–Mi único deseo es pasar inadvertido –reveló–. Eso es lo único que he querido siempre.

Ella le sonrió, dirigiendo una breve mirada a la franja morada de su cabello. Comprendiendo, él se encogió de hombros y declaró:

–No puedo evitar estas cosas. No deberían tener importancia.

–¿Has conseguido alguna vez pasar tan inadvertido como deseas?

–No –declaró él.

–Nunca lo conseguirás, Rick, y lo sabes –Abandonaron la explanada de hierba y tomaron el camino que conducía a la salida de la escuela–. Necesitas más información. Acompáñame a mi coche, lo aparqué cerca. Te daré un montón de documentos para que puedas considerar la oferta detenidamente, junto a tus padres.

Traspasaron la verja. Al otro lado había un gran aparcamiento donde se estacionaban los numerosos autocares que trasladaban a los alumnos desde sus hogares en la ciudad hasta el distante colegio. A aquellas horas estaba vacío. Doblaron a la izquierda, donde sólo podía verse una furgoneta negra.

–Dejé el coche un poco más allá, bajo un árbol con sombra.

Rick se introdujo las manos en los bolsillos del pantalón y la siguió por inercia.

Entonces, al llegar junto a la furgoneta negra, sus puertas se abrieron con un súbito estruendo y de ella salieron dos hombres que se abalanzaron sobre la espalda de Rick. El muchacho percibió la humedad de un pañuelo impregnado de cloroformo aplastado contra su nariz y su boca. Trató de contener la respiración, pero era imposible cuando necesitaba luchar con todas sus fuerzas para desasirse. Los hombres le habían arrojado una especie de enorme manta cuyo interior era plateado, al igual que los materiales ignífugos que se emplean en los guantes de cocina y los trajes de los bomberos, e intentaban enrollársela alrededor del cuerpo.

–¡Cuidado! –Gritó uno de los hombres–. ¡No dejéis que os toque!

–Tranquilos –dijo ella–. No es de primera generación.

Rick había logrado zafarse del pañuelo, que ahora yacía en el suelo pisoteado y cubierto de tierra, pero las involuntarias inhalaciones parecían haberle hecho algo de efecto. Sentía un cierto mareo y los hombres se le antojaban cada vez más fuertes. Se creía constreñido por docenas de brazos. Mientras seguía luchando, tratando vanamente de escapar, vio, aterrado, cómo la mujer abría su bolso y sacaba de él un enorme cuchillo.

–¡Sujetadlo! –Ordenó ella a los hombres–. ¡Sujetadlo!

 Y un instante después el cuchillo atravesaba su cuerpo.

Rick profirió un grito sordo que era a la vez de pánico y de dolor, y en seguida sintió quebrarse sus piernas, faltas de fuerzas para sostenerle. Amelia Suances extrajo el cuchillo de su carne con un tirón seco y el dolor se agudizó, pero la sangre comenzó a escapar tan rápidamente que pronto todo dejó de importar. Se dejó sostener por los hombres, mientras su conciencia desaparecía, y poco después percibió, envuelto en una bruma, cómo introducían su cuerpo desmayado en la furgoneta.

Las puertas de la furgoneta se cerraron tras el cadáver de Rick. Quedaba el silencio, y un inmenso charco de sangre a los pies de sus asesinos.

–Era fuerte –dijo uno de los hombres–, pero, ¿estás segura de que era uno de ellos?

–Completamente –aseguró ella. Su voz era ahora diferente, firme, áspera–. Debía de ser de cuarta o quinta generación, puede que más, pero aun así un grave peligro.

–Podíamos haberle reducido. Teníamos que haberle sometido a más pruebas. Sólo porque un chico sea inteligente no significa que sea uno de ellos.

–Le sometí a un test para adultos superdotados ante el que el resto del colegio quedó en ridículo, Carl –respondió ella, molesta–, pero ese chico superó de forma impresionante la mayor puntuación jamás conseguida. A sus catorce años su coeficiente intelectual era muy superior al de Einstein. Cumplía todo el perfil: rebelde, independiente, asocial…

–Sigo diciendo que eso no prueba nada –mantuvo Carl.

–¿Hubieras preferido esperar hasta verlo liderar el siguiente genocidio? –exclamó ella, incapaz de contener la creciente irritación.

–Lo que digo es que no pienso volver a participar en el asesinato de niños que podrían ser normales.

–¡Eh! Discutid eso más tarde –exigió el otro hombre–. Tenemos que largarnos.

Con sus zapatos, enviaron algo de tierra endurecida sobre la mancha de sangre, que apenas quedó disimulada.

Al poco, la furgoneta se alejaba del colegio.

–Vayamos a por el siguiente –dijo ella–. Esta vez nos esforzaremos por encontrar uno de primera o segunda generación. Uno que no ofrezca dudas a Carl.

En el asiento de atrás, Carl aún podía ver el inmenso charco de sangre extendiéndose bajo sus pies. Lo seguiría viendo durante mucho tiempo.

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